—Desde que salimos de Cádiz —dijo Malespina—, Churruca
tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado
contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas,
y además confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos
sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues
es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la
victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío,
lo he de volar o echar a pique. Éste es el deber de los que sirven al
Rey y a la patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole:
«Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he
muerto».
»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía
un desastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad
material de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron
profundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como
de los grandes pensamientos.
»Churruca era hombre religioso, porque era un hombre superior.
El 21, a las once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería;
hizo que se pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne
acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos
valientes que ignoran lo que les espera en el combate». Concluida
la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie, y hablando en
tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios,
prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes!
Si alguno faltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si
escapase a mis miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el
honor de mandar, sus remordimientos le seguirán mientras arrastre
el resto de sus días miserable y desgraciado».
»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el
cumplimiento del deber militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor!
Todo se perdió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados
los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las primeras
maniobras dispuestas por Villeneuve, y cuando éste hizo señales
de que la escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben,
desconcertó el orden de batalla, manifestó a su segundo que ya
consideraba perdida la acción con tan torpe estrategia. Desde luego
comprendió el aventurado plan de Nelson, que consistía en cortar
nuestra línea por el centro y retaguardia, envolviendo la escuadra
combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal disposición,
que éstos no pudieran prestarse auxilio.
»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea. Rompiose
el fuego entre el Santa Ana y Royal Sovereign, y sucesivamente todos
los navíos fueron entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de
la división de Collingwood se dirigieron contra el San Juan; pero
dos de ellos siguieron adelante, y Churruca no tuvo que hacer frente
más que a fuerzas triples.
»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos
hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo
doble estrago a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro
heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y
las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud
pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin
más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa
gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses.
ȃstos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra
uno. Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y el
Dreadnought se puso al costado del San Juan, para batirnos a medio
tiro de pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seis colosos,
vomitando balas y metralla sobre un buque de 74 cañones. Parecía
que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme
crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que
Trafalgar tomaban las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos; y
al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos
creíamos algo más que hombres.
»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la
acción con serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza
había de suplir a la fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la
buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago
positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la
metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez
se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste
semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas,
nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.
»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo
que no era posible hostilizar a un navío que por la proa molestaba
al San Juan impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró
desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa, cuando una bala
de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casi
se la desprendió del modo más doloroso por la parte alta del muslo.
Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible
momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento
palpitar de un corazón, que hasta en aquel instante terrible no
latía sino por la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo; le vi
esforzándose por erguir la cabeza, que se le inclinaba sobre el pecho,
le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto
ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó:
Esto no es nada. Siga el fuego.
»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte
dolor de un cuerpo mutilado, cuyas postreras palpitaciones se
extinguían de segundo en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara;
pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a
nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando.
Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó
Trafalgar al comandante de la primera batería, y éste, aunque gravemente
herido, subió al alcázar y tomó posesión del mando.
»Desde aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se
convirtió en enano; desapareció el valor, y comprendimos que era
indispensable rendirse. La consternación de que yo estaba poseído
desde que recibí en mis brazos al héroe del San Juan, no me impidió
observar el terrible efecto causado en los ánimos de todos por
aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física
hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y
mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan
querido diera lugar al bochorno de la rendición.
»La mitad de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de
los cañones desmontados; la arboladura, excepto el palo de trinquete,
había caído, y el timón no funcionaba. En tan lamentable estado,
aún se quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe de Asturias,
que había izado la señal de retirada; pero el Nepomuceno, herido
de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar de la
ruina y destrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación;
a pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables,
ninguno de los seis navíos ingleses se atrevió a intentar un
abordaje. Temían a nuestro navío, aun después de vencerlo.
»Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera,
y que no se rindiera el navío mientras él viviese. El plazo no
podía menos de ser desgraciadamente muy corto, porque Churruca
se moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos asombrábamos
de que alentara todavía un cuerpo en tal estado; y era que le conservaba
así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño
a la vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No
perdió el conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de
sus dolores, ni mostró pesar por su fin cercano; antes bien, todo su
empeño consistía sobre todo en que la oficialidad no conociera la
gravedad de su estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico comportamiento; dirigió algunas
palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después de consagrar
un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios,
cuyo nombre oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus
secos labios, expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza
de los héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin
el resentimiento del vencido; asociando el deber a la dignidad, y
haciendo de la disciplina una religión; firme como militar, sereno
como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, con
tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplá-
bamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos
que había de despertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para
llorarle menos entereza que él para morir, pues al expirar se llevó
todo el valor, todo el entusiasmo que nos había infundido.
»Rindiose el San Juan, y cuando subieron a bordo los oficiales de
las seis naves que lo habían destrozado, cada uno pretendía para sí
el honor de recibir la espada del brigadier muerto. Todos decían: «se
ha rendido a mi navío», y por un instante disputaron reclamando el
honor de la victoria para uno u otro de los buques a que pertenecían.
Quisieron que el comandante accidental del San Juan decidiera la
cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y
aquél respondió: «A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido
el San Juan».
»Ante el cadáver del malogrado Churruca, los ingleses, que le
conocían por la fama de su valor y entendimiento, mostraron gran
pena, y uno de ellos dijo esto o cosa parecida: «Varones ilustres
como éste, no debían estar expuestos a los azares de un combate, y
sí conservados para los progresos de la ciencia de la navegación».
Luego dispusieron que las exequias se hicieran formando la tropa
y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actos se
mostraron caballeros, magnánimos y generosos.
Muerte de Churruca, por Benito Pérez Galgós "Episodios Nacionales". Un biógrafo a la altura del héroe.